sábado, 17 de junio de 2017

Totems ¿que son?

Totem:



término tótem recogido por el diccionario de la Real Academia Española 

menciona al objeto o al ser que, en ciertos pueblos, era considerado como el progenitor o el protector del grupo.



El tótem, de este modo, se vinculaba al origen de la tribu. Dicho de otro modo: los integrantes del clan, de acuerdo a esta mitología, descendían del tótem en cuestión, que podía ser desde un objeto inerte hasta una planta o un animal.





El término tótem surgió en la lengua de los Ojibwa, un pueblo nativo de Estados Unidos que se encuentra entre los más grandes del continente, y lo usaban los indígenas  nativos para hacer alusión a una clase específica de monumento que hoy en día es fácil de hallar en las proximidades de la costa del Océano Pacífico de América del Norte




A la serie de creencias y expresiones relacionadas con un tótem se la conoce como totemismo. Esta noción incluye ideas, acciones y rituales que hacen referencia a la manera en que los pueblos se vinculan con su tótem. Si bien se trata de una palabra proveniente de la cultura Ojibwa, el totemismo también puede apreciarse en el desarrollo de sociedades de muchas partes del mundo, a lo largo de varias eras.


Es importante destacar que a la escultura que se encarga de la representación del tótem también se la conoce como tótem. De este modo, al hablar de un tótem, podemos referirnos a un objeto de madera o de piedra que una cultura le atribuía un poder místico o una condición sobrenatural.
Por lo general, la madera escogida para los tótems era el cedro, ya que este árbol presenta una gran robustez y durabilidad, que resultan ideales para la construcción de un monumento que permanecerá a la intemperie, debiendo soportar tormentas e inundaciones, frío y calor extremos. El cuerpo del tótem suele mostrar uno o más personajes que sirven para declarar el estatus o el rango del jefe de la tribu.

El tótem no sólo es un icono que simboliza a la tribu en su totalidad, sino que la mitología de ciertas culturas también usaba esta figura para representar de manera simbólica al individuo. Sea cual sea el caso, el tótem puede tener asociado un gran número de significados y atributos para los seres con los que se vincula.
Aunque los animales son explotados de diversas formas por los seres humanos, tanto para realizar aquellos trabajos forzosos que nosotros no podemos o queremos hacer como para alimentarnos de su carne, nuestra naturaleza extremista dio lugar a que ciertas culturas escogiesen a una o más especies para adorarlas, como si de dioses se tratara. Algunas tribus norteamericanas creen que los animales poseen cualidades representativas de facultades espirituales o fuerzas sobrenaturales
Entre las especies adoradas se encuentra el lobo, el águila, el halcón, el bisonte, el tejón y el oso, y éstos forman parte de muchos tótems. Como dato curioso, cualquier figura que se encuentre por encima de una alada (como ser un pájaro) suele representar a seres superiores al ser humano, a deidades.





viernes, 16 de junio de 2017

CALLES SIN NOMBRES- EL RETO.



Calles sin nombres


Llegue hasta el centro, podía notar que había estado ahí, lo notaba le podía percibir, pero hacía tiempo que había pasado, camine hasta el centro de la misma Plaza Mayor, si le notaba en cada adoquín, en cada arco.
Seguí mi instinto, vaya a donde me guiaría, mi pequeño amiguito saco la cabeza, sin saber porque me dirigí a una librería antigua, había libros de magia, magia, invocaciones, de pronto me figue en un joven alto y delgado, con un traje todo de negro, tenía en sus manos un libro de invocaciones satánicas, de pronto me miro.
Vaya había notado mi presencia, me fije en su anillo, mi amiguito se escondió, yo seguí mi camino, el tipo me para en seco, con una mano de uñas pintadas de negro me ofrece el libro, yo lo rechazo, no me interesan estas bobadas.
Pero el tipo no me deja, de pronto un joven que tiene pinta de no haber dormido en muchas noches, lleva el pelo teñido de blanco y rapado por ambos lados de la cabeza.
Me abraza y el otro se para soltándome, el joven me mira con cara de llevar esperándome siglos, tiene la marca de Rouger, lo puedo percibir.
Hago lo propio le abrazo y le enseño a mi amiguito, me sonríe y nos vamos.
Mientras noto como el hombre vestido de negro, llama por su unidad móvil.
Vaya está lleno de ellos ahora a dónde vamos. 

domingo, 4 de junio de 2017

GORILLAZ SHE´S MY COLLAR.

GORILLAZ ASCENSION.

MUSE-DIG DOWN

ÁNGELES Y FLORES

ÁNGELES Y FLORES

Caminaba en silencio, mi guardaespaldas Lorenzo o el Loren como todos le llamaban, no paraba de hablar, yo sabía que en un rato sería peor, pronto tendría que tomar lo único que le mantenía en pie, que le había hecho lo que era, que le hacía levantarse cada mañana, su dosis, una sonrisa cruel se dibujó en mi cara, me apetecía hacerle sufrir pero sabía que si lo hacía demasiado, este ser humano se volvería inestable y poco manejable.
Así que cuando llego mi chofer, le pedí que le llevara a donde necesitaba ir, yo les llamaría cuando me cansara de pasear, por lo que el chofer me dio el teléfono y su nombre, lo cierto es que los nombres me importaban muy poco, duraría lo que duraran y ya está.

Cuando se fueron me fije en el llamado ángel caído, era un ser perfecto, era un draton autentico, luego me fije en los humanos que andaban por ahí, seres sin esperanza tan simples, tan fáciles de convencer, de manipular, tan insulsos como sus nombres, sus olores, sus patrones y sin embargo capaces de crear algo como una escultura de un draton.

Respire hondo olía a rosas, camine hacia el olor, me senté a observar, tenía que pensar una estrategia si uno de los ANL estaban involucrado esto era más grave de lo que parecía.
No sé porque los ANL defienden a los humanos, seguramente se sienten responsables de haberlos abandonado, pero ambas especies no podían haber sobrevivido en este mundo, necesitan sus propios hábitats.

De pronto un pensamiento me asalto a la cabeza, que clase de ANL había causado aquello, quizás ni siquiera lo había hecho, simplemente estaba allí, debía buscar y buscar para saber a quién poner al mando, porque esta ciudad no me gusta absolutamente nada

sábado, 3 de junio de 2017

¿ Quien es el publico y donde se encuentra? por Mariano Jose de Larra


El doctor tú te lo pones,
el Montalván no le tienes,
conque quitándote el don
vienes a quedar Juan Pérez.

Epigrama antiguo contra el doctor
don Juan Pérez de Montalván.
               



Artículo mutilado, o sea refundido. Hermite de la Chaussée D’Antin.

Mariano José de Larra


Yo vengo a ser lo que se llama en el mundo un buen hombre, un infeliz, un pobrecillo, como ya se echará de ver en mis escritos; no tengo más defecto, o llámese sobra si se quiere, que hablar mucho, las más veces sin que nadie me pregunte mi opinión; váyase porque otros tienen el de no hablar nada, aunque se les pregunte      la suya. Entremétome en todas partes como un pobrecito, y formo mi opinión y la digo, venga o no al caso, como un pobrecito. Dada esta primera idea de mi carácter pueril e inocentón, nadie extrañará que me halle hoy en mi bufete con gana de hablar, y sin saber qué decir; empeñado en escribir para el público, y sin saber quién es el público. Esta idea, pues, que me ocurre al sentir tal comezón de escribir será el objeto de mi primer artículo. Efectivamente, antes de dedicarle nuestras vigilias y tareas quisiéramos saber con quién nos las habemos.

Esa voz «público», que todos traen en boca, siempre en apoyo de sus opiniones, ese comodín de todos los partidos, de todos los pareceres, ¿es una palabra vana de sentido, o es un ente real y efectivo? Según lo mucho que se habla de él, según el papelón que hace en el mundo, según los epítetos que se le prodigan y las consideraciones que se le guardan, parece que debe de ser alguien. El público es «ilustrado»,   el público es «indulgente», el público es «imparcial», el público es «respetable»: no hay duda, pues, en que existe el público. En este supuesto, «¿quién es el público y dónde se le encuentra?»

Sálgome de casa con mi cara infantil y bobalicona a buscar al público por esas calles, a observarle, y a tomar apuntaciones en mi registro acerca del carácter, por mejor decir, de los caracteres distintivos de ese respetable señor. Paréceme a primera vista, según el sentido en que se usa generalmente esta palabra, que tengo de encontrarle en los días y parajes en que suele reunirse más gente. Elijo un domingo, y donde quiera que veo un número grande de personas llámolo público, a imitación de los demás. Este día un sinnúmero de oficinistas y de gentes ocupadas o no ocupadas el resto de la semana se afeita, se muda, se viste y se perfila; veo que a primera hora llena las iglesias, la mayor parte por ver y ser visto; observa     a la salida las caras interesantes, los talles esbeltos, los pies delicados de las bellezas devotas, les hace señas, las sigue, y reparo que a segunda hora va de casa en casa haciendo una infinidad de visitas: aquí deja un cartoncito con su nombre cuando los visitados no están o no quieren estar en casa; allí entra, habla del tiempo, que no le interesa, de la ópera, que no entiende, etc. Y escribo en mi libro: «El público oye misa, el público coquetea (permítaseme la expresión mientras no tengamos otra mejor), el público hace visitas, la mayor parte inútiles, recorriendo casas, adonde va sin objeto, de donde sale sin motivo, donde por lo regular ni es esperado antes de ir, ni es echado de menos después de salir; y el público en consecuencia (sea dicho con perdón suyo) pierde el tiempo, y se ocupa en futesas»: idea que confirmo al pasar por la Puerta del Sol.

Entreme a comer en una fonda, y no sé por qué me encuentro llenas las mesas de un concurso que, juzgando    por las facultades que parece tener para comer de fonda, tendrá probablemente en su casa una comida sabrosa, limpia, bien servida, etc., y me lo hallo comiendo voluntariamente, y con el mayor placer, apiñado en un local incómodo (hablo de cualquier fonda de Madrid), obstruido, mal decorado, en mesas estrechas, sobre manteles comunes a todos, limpiándose las babas con las del que comió media hora antes en servilletas sucias sobre toscas, servidas diez, doce, veinte mesas, en cada una de las cuales comen cuatro, seis, ocho personas, por uno o solos dos mozos mugrientos, mal encarados y con el menor agrado posible; repitiendo este día los mismos platos, los mismos guisos del pasado, del anterior y de toda la vida; siempre puercos, siempre mal aderezados; sin poder hablar libremente por respetos al vecino; bebiendo vino, o por mejor decir agua teñida o cocimiento de campeche abominable. Digo para mi capote: «¿Qué alicientes traen al público   a comer a las fondas de Madrid?». Y me contesto: «El público gusta de comer mal, de beber peor, y aborrece el agrado, el aseo y la hermosura del local».

Salgo a paseo y ya en materia de paseos me parece difícil decidir acerca del gusto del público, porque si bien un concurso numeroso, lleno de pretensiones, obstruye las calles y el salón del Prado, o pasea a lo largo del Retiro, otro más llano visita la casa de las fieras, se dirige hacia el río, o da la vuelta a la población por las rondas. No sé cuál es el mejor, pero sí escribo: «Un público sale por la tarde a ver y ser visto; a seguir sus intrigas amorosas ya empezadas, o enredar otras nuevas; a hacer el importante junto a los coches; a darse pisotones y a ahogarse en polvo; otro público sale a distraerse, otro a pasearse, sin contar con otro no menos interesante que asiste a las novenas y cuarenta horas, y con otro, no menos ilustrado, atendidos los carteles, que concurre al teatro, a los novillos, al fantasmagórico   Mantilla y al Circo olímpico».

Pero ya bajan las sombras de los altos montes, y precipitándose sobre estos paseos heterogéneos arrojan de ellos a la gente; yo me retiro el primero, huyendo del público que va en coche o a caballo, que es el más peligroso de todos los públicos; y como mi observación hace falta en otra parte, me apresuro a examinar el gusto del público en materia de cafés. Reparo con singular extrañeza que el público tiene gustos infundados: le veo llenar los más feos, los más oscuros y estrechos, los peores, y reconozco a mi público de las fondas. ¿Por qué se apiña en el reducido, puerco y opaco café del Príncipe, y el mal servido de Venecia, y ha dejado arruinarse el espacioso y magnífico de Santa Catalina, y anteriormente el lindo de Tívoli, acaso mejor situados? De aquí infiero que el público es caprichoso.

Empero aquí un momento de observación. En esta mesa cuatro militares disputan, como si pelearan, acerca  del mérito de Montes y de León, del volapié y del pasatoro; ninguno sabe de tauromaquia; sin embargo, se van a matar, se desafían, se matan en efecto por defender su opinión, que en rigor no lo es.

En otra, cuatro leguleyos que no entienden de poesía, se arrojan a la cara en forma de alegatos y pedimentos mil dicterios disputando acerca del género clásico y del romántico, del verso antiguo y de la prosa moderna.

Aquí cuatro poetas que no han saludado el diapasón se disparan mil epigramas envenenados, ilustrando el punto poco tratado de la diferencia de la Tossi y de la Lalande, y no se tiran las sillas por respeto al sagrado del café.

Allí cuatro viejos en quienes se ha agotado la fuente del sentimiento, avaros, digámoslo así, de su época, convienen en que los jóvenes del día están perdidos, opinan que no saben sentir como se sentía en su tiempo, y echan abajo sus ensayos, sin haberlos querido leer siquiera.

Acullá un periodista sin período, y otro periodista con períodos interminables, que no aciertan a escribir artículos que se vendan, convienen en la manera indisputable de redactar un papel que llene con su fama sus gavetas, y en la importancia de los resultados que tal o cual artículo, tal o cual vindicación debe tener en el mundo, que no los lee.

Y en todas partes muchos majaderos, que no entienden de nada, disputan de todo.

Todo lo veo, todo lo escucho, y apunto con mi sonrisa, propia de un pobre hombre, y con perdón de mi examinando: «El ilustrado público gusta de hablar de lo que no entiende».

Salgo del café, recorro las calles, y no puedo menos de entrar en las hosterías y otras casas públicas; un concurso crecido de parroquianos de domingo las alborota merendando o bebiendo, y las conmueve con su bulliciosa algazara; todas están llenas: en todas el Yepes y el Valdepeñas mueven    las lenguas de la concurrencia, como el aire la veleta, y como el agua la piedra del molino; ya los densos vapores de Baco comienzan a subirse a la cabeza del público, que no se entiende a sí mismo. Casi voy a escribir en mi libro de memorias: «El respetable público se emborracha»; pero felizmente rómpese la punta de mi lápiz en tan mala coyuntura, y no siendo aquel lugar propio para afilarle, quédase in pectore mi observación y mi habladuría.

Otra clase de gente entretanto mete ruido en los billares, y pasa las noches empujando las bolas, de lo cual no hablaré, porque éste es de todos los públicos el que me parece más tonto.

Ábrese el teatro, y a esta hora creo que voy a salir para siempre de dudas, y conocer de una vez al público por su indulgencia ponderada, su gusto ilustrado, sus fallos respetables. Ésta parece ser su casa, el templo donde emite sus oráculos sin apelación. Represéntase una comedia nueva; una parte del público la aplaude con furor: es    sublime, divina; nada se ha hecho mejor de Moratín acá; otra la silba despiadadamente: es una porquería, es un sainete, nada se ha hecho peor desde Comella hasta nuestro tiempo. Uno dice: «Está en prosa, y me gusta sólo por eso; las comedias son la imitación de la vida; deben escribirse en prosa». Otro: «Está en prosa y la comedia debe escribirse en verso, porque no es más que una ficción para agradar a los sentidos; las comedias en prosa son cuentecitos caseros, y si muchos las escriben así, es porque no saben versificarlas». Éste grita: «¿Dónde está el verso, la imaginación, la chispa de nuestros antiguos dramáticos? Todo eso es frío; moral insípida, lenguaje helado; el clasicismo es la muerte del genio». Aquél clama: «¡Gracias a Dios que vemos comedias arregladas y morales! La imaginación de nuestros antiguos era desarreglada: ¿qué tenían? Escondidos, tapadas, enredos interminables y monótonos, cuchilladas, graciosos pesados, confusión de clases, de géneros;   el romanticismo es la perdición del teatro: sólo puede ser hijo de una imaginación enferma y delirante». Oído esto, vista esta discordancia de pareceres, ¿a qué me canso en nuevas indagaciones? Recuerdo que Latorre tiene un partido considerable, y que Luna, sin embargo, es también aplaudido sobre esas mismas tablas donde busco un gusto fijo; que en aquella misma escena los detractores de la Lalande arrojaron coronas a la Tossi, y que los apasionados de la Tossi despreciaron, destrozaron a la Lalande; y entonces ya renuncio a mis esperanzas. ¡Dios mío! ¿Dónde está ese público tan indulgente, tan ilustrado, tan imparcial, tan justo, tan respetable, eterno dispensador de la fama, de que tanto me han hablado; cuyo fallo es irrecusable, constante, dirigido por un buen gusto invariable, que no conoce más norma ni más leyes que las del sentido común, que tan poco tienen? Sin duda el público no ha venido al teatro esta noche: acaso no concurre a los espectáculos.

Reúno mis notas, y más confuso que antes acerca del objeto de mis pesquisas, llego a informarme de personas más ilustradas que yo. Un autor silbado me dice, cuando le pregunto quién es el público: «Preguntadme más bien cuántos necios se necesitan para componer un público». Un autor aplaudido me responde: «Es la reunión de personas ilustradas, que deciden en el teatro del mérito de las producciones literarias».

Un escritor cuando le silban dice que el público no le silbó, sino que fue una intriga de sus enemigos, sus envidiosos, y éste ciertamente no es el público; pero si le critican los defectos de su comedia aplaudida, llama al público en su defensa; el público le ha aplaudido; el público no puede ser injusto; luego es buena su comedia.

Un periodista presume que el público está reducido a sus suscriptores, y en este caso no es grande el público de los periodistas españoles. Un abogado cree que el público se compone de   sus clientes. A un médico se le figura que no hay más público que sus enfermos, y gracias a su ciencia este público se disminuye todos los días; y así de los demás, de modo que concluyo la noche sin que nadie me dé una razón exacta de lo que busco.

¿Será el público el que compra la Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas, y las poesías de Salas, o el que deja en la librería las Vidas de los españoles célebres y la traducción de la Ilíada? ¿El que se da de cachetes por coger billetes para oír a una cantatriz pinturera, o el que los revende? ¿El que en las épocas tumultuosas quema, asesina y arrastra, o el que en tiempos pacíficos sufre y adula?

Y esa opinión pública tan respetable, hija suya sin duda, ¿será acaso la misma que tantas veces suele estar en contradicción hasta con las leyes y con la justicia? ¿Será la que condena a vilipendio eterno al hombre juicioso que rehúsa salir al campo a verter su sangre por el capricho o la imprudencia     de otro, que acaso vale menos que él? ¿Será la que en el teatro y en la sociedad se mofa de los acreedores en obsequio de los tramposos, y marca con oprobio la existencia y el nombre del marido que tiene la desgracia de tener una loca u otra cosa peor por mujer? ¿Será la que acata y ensalza al que roba mucho con los nombres de señor o de héroe, y sanciona la muerte infamante del que roba poco? ¿Será la que fija el crimen en la cantidad, la que pone el honor del hombre en el temperamento de su consorte, y la razón en la punta incierta de un hierro afilado?

¿En qué consiste, pues, que para granjear la opinión de ese público se quema las cejas toda su vida sobre su bufete el estudioso e infatigable escritor, y pasa sus días manoteando y gesticulando el actor incansable? ¿En qué consiste que se expone a la muerte por merecer sus elogios el militar arrojado?

¿En qué se fundan tantos sacrificios que se hacen por la fama que   de él se espera? Sólo concibo, y me explico perfectamente, el trabajo, el estudio que se emplean en sacarle los cuartos.

Llega empero la hora de acostarse, y me retiro a coordinar mis notas del día: léolas de nuevo, reúno mis ideas, y de mis observaciones concluyo:

En primer lugar, que el público es el pretexto, el tapador de los fines particulares de cada uno. El escritor dice que emborrona papel, y saca el dinero al público por su bien y lleno de respeto hacia él. El médico cobra sus curas equivocadas, y el abogado sus pleitos perdidos por el bien del público. El juez sentencia equivocadamente al inocente por el bien del público. El sastre, el librero, el impresor, cortan, imprimen y roban por el mismo motivo; y, en fin, hasta el... Pero ¿a qué me canso? Yo mismo habré de confesar que escribo para el público, so pena de tener que confesar que escribo para mí.

Y en segundo lugar, concluyo: que      no existe un público único, invariable, juez imparcial, como se pretende; que cada clase de la sociedad tiene su público particular, de cuyos rasgos y caracteres diversos y aun heterogéneos se compone la fisonomía monstruosa del que llamamos público; que éste es caprichoso, y casi siempre tan injusto y parcial como la mayor parte de los hombres que le componen; que es intolerante al mismo tiempo que sufrido, y rutinero al mismo tiempo que novelero, aunque parezcan dos paradojas; que prefiere sin razón, y se decide sin motivo fundado; que se deja llevar de impresiones pasajeras; que ama con idolatría sin porqué, y aborrece de muerte sin causa; que es maligno y mal pensado, y se recrea con la mordacidad; que por lo regular siente en masa y reunido de una manera muy distinta que cada uno de sus individuos en particular; que suele ser su favorita la medianía intrigante y charlatana, y objeto de su olvido o de su desprecio el mérito modesto; que      olvida con facilidad e ingratitud los servicios más importantes, y premia con usura a quien le lisonjea y le engaña; y, por último, que con gran sinrazón queremos confundirle con la posteridad, que casi siempre revoca sus fallos interesados.